Las sociedades y la polarización:
de la era de las ideologías a la era de las convicciones
Danilo Martuccelli
danilo.martuccelli@parisdescartes.fr
Universitè de Paris
Francia
Recibido: 04/12/2019
Aprobado: 03/02/2020
Resumen
El artículo defiende la tesis del advenimiento progresivo de un nuevo momento de las polarizaciones societales. Propone el debilitamiento de la importancia de las polarizaciones ideológicas a favor del fortalecimiento y expansión de polarizaciones basadas en convicciones personales. Para argumentarlo, primero evoca algunos de los grandes procesos de polarización propiamente ideológica que se dieron en el pasado (o que se dan en la actualidad) con el fin de diferenciarlos del otro tipo de polarizaciones propuesto. En su segunda parte, centrándose en el período actual, el artículo explora la naturaleza específica de las polarizaciones contemporáneas en torno a las convicciones, explicitando sus orígenes estructurales, así como sus principales manifestaciones y consecuencias.
Palabras clave
Sociedad, Polarización, Ideología.
Abstract
The article defends the thesis of the progressive advent of a new moment of societal polarizations. It proposes the weakening of the importance of ideological polarizations in favor of strengthening and expanding polarizations based on personal convictions. To argue, it first evokes some of the great processes of proper ideological polarization that occurred in the past (or that currently occur) to differentiate them from the other type of polarization proposed. In its second part, focusing on the current period, the article explores the specific nature of contemporary polarizations around convictions, explaining their structural origins, as well as their main manifestations and consequences.
Keywords
Society, Polarization, Ideology.
Introducción
Aunque la afirmación se ha vuelto usual, no es seguro que sea necesariamente cierta1. Las sociedades contemporáneas ¿asisten realmente a procesos de polarización política más fuertes o inquietantes que en el pasado? La respuesta no es evidente. Más allá de la dificultad para precisar sobre qué criterios se establece el juicio comparativo entre “ayer” y “hoy”, surge inmediatamente la cuestión de la naturaleza de las polarizaciones que se evalúan.
Para tratar de aportar algunos elementos a la reflexión, en este artículo procederemos en dos grandes movimientos. En el primero, regresaremos rápidamente sobre algunos de los procesos de polarización en el pasado caracterizándolos desde sus contenidos ideológicos con el fin de diferenciarlos de lo que acaece en el período actual. En el segundo, desarrollaremos lo que será el corazón del artículo. Buscaremos precisar y definir la naturaleza específica de las polarizaciones contemporáneas en torno a las convicciones explicitando sus orígenes, sus manifestaciones y sus consecuencias.
La era
de las ideologías
y sus polarizaciones
Pocas cosas son tan características de la modernidad en su dimensión propiamente política como el advenimiento de la era de las ideologías. El término tuvo mala prensa desde su nacimiento y no ha cejado desde entonces de ser objeto de polémica, pero en su núcleo duro designó el reconocimiento de la existencia de una pluralidad de visiones diferentes y antagónicas dentro de una sociedad. Que este reconocimiento se interprete como una consecuencia del cambio de la cosmovisión cristiana a la cosmovisión moderna (bajo la impronta científica), como un efecto de la consolidación progresiva del espacio público o como resultado de un creciente antagonismo de clases en el seno de las nacientes sociedades industriales, lo cierto es que el mundo dejó de ser pensado desde la evidencia de una representación única. Se impuso la evidencia de encontrarse frente a una era de conflictos de opiniones, creencias, intereses.
La pugnacidad de las luchas ideológicas
En la era de las ideologías, lo político, o sea la articulación de lo social y de su representación, se pensó como una arena irreductiblemente dividida (Gouldner, 1978, Lefort, 1981). Aquello que Maquiavelo, tal vez el primero en los tiempos modernos, teorizó como la existencia de un conflicto insuperable en toda sociedad, recibió nuevas y diversas interpretaciones. La sociedad se representó como inevitablemente dividida y la democracia se pensó, con más o menos fortuna, como el régimen que debía en un solo y mismo movimiento dar expresión política a esta diversidad y resolverla institucionalmente.
Simplificando las cosas, éste fue el zócalo del universo de representación de los dos siglos pasados en Occidente, pero también y de manera señera en América Latina desde la independencia. Para gestionar esta división se impusieron progresivamente los procesos de selección electoral de las élites, partidos o agrupaciones políticas que competían en elecciones más o menos regulares para ejercer el poder (Manin, 2012); representaciones de tipo proporcional en los Parlamentos; una prensa que daba cuenta, expresión y publicidad a la diversidad de las opiniones; una sociedad civil y un conjunto de sindicatos que estructuraron la oposición de intereses.
En este universo se impuso la doble evidencia de la división social y de la pugna ideológica. Para algunos, digamos los partidarios de la filosofía del conflicto, la expresión de esta división era en sí misma un ideal. Para otros, partidarios de una cierta concepción valorativa de la integración, un mal que, incluso si resiliente, debía ser absorbido estableciendo consensos. En los hechos, muchas veces, la historia se jugó por medio de una posición intermedia: un conjunto de treguas o compromisos, más o menos durables e institucionalizados, en torno a los cuales, incluso sin resolver necesariamente el fondo de los problemas, se lograron modus vivendi entre distintos grupos sociales. Estos compromisos rara vez fueron equidistantes de los diversos intereses, pero, dadas las relaciones de fuerza en juego, tendieron a ser aceptados por unos y otros.
Hemos recordado muy rápidamente lo anterior porque en este universo de representación política, si la polarización pudo por momentos ser percibida como excesiva, su realidad nunca suscitó grandes asombros: a fin de cuentas, los conflictos formaban parte de manera irreductible de lo propio de la vida social.
Todo lo anterior no impidió la expresión de versiones que intentaron superar la división social en nombre de la unidad nacional, pero, sin sorpresa, estos llamados fueron ellos mismos objeto de pugnas ideológicas. Así las cosas, las luchas político-ideológicas y conflictos sociales fueron vigorosos durante el siglo XIX entre conservadores, liberales y socialistas y más tarde, ya en el siglo XX y en la estela de la crisis del liberalismo decimonónico clásico, estas se dieron en torno a polarizaciones ideológicas incluso más agudas: nacionalismo, fascismo, comunismo. A este muy esquemático recordatorio aún sería necesario añadirle, tras la Segunda guerra mundial, y a pesar de ciertos antecedentes, la consolidación en el marco de la Guerra Fría de una enérgica oposición entre dos modelos altamente ideologizados de industrialización, el capitalismo y el comunismo, y el desarrollo durante la segunda mitad del siglo XX en varias regiones del mundo de conflictos armados de baja intensidad pero de alto antagonismo ideológico.
En todas estas décadas la polarización ideológica fue frecuente. Pocas cosas lo expresaron de manera más transparente que los avatares de tantos y disímiles partidos comunistas que tuvieron que enfrentarse radicalmente a los presupuestos de las sociedades en las que operaban dando formas a diversos tipos de compromisos institucionales, pero también a reductos de sociabilidad cerrados sobre sí mismos y cuasi paralelos a la sociedad mainstream (una secesión sostenida por una prensa, lugares de residencia o esparcimientos propios, redes de sociabilidad específicas y con pocos contactos con personas pertenecientes a otros grupos, etc.). Una realidad de este tipo fue extrema en ciertos países europeos, pero menos atípica de lo que se piensa. En todas estas décadas, dada la fuerza de las identidades partidarias, los individuos tuvieron visiones políticas y expresiones electorales muy distintas entre sí. Si en el siglo XIX el Primer Ministro británico Disraeli pudo hablar de las dos naciones, durante lo esencial del siglo XX, en muchos países europeos (sobre todo los países latinos) hubo dos sociedades fuertemente opuestas entre sí (franquistas y republicanos, demócratas-cristianos y comunistas, gaullistas y socialistas). Los acuerdos en torno a las grandes orientaciones económicas o en política extranjera entre Republicanos y Demócratas en los Estados Unidos no debe, por eso, en absoluto, llevar a minimizar el vigor de las polémicas y diferendos ideológicos entre partidarios de uno u otro bando en todas estas décadas.
Si la mirada se desplaza hacia América Latina, las polarizaciones ideológicas no fueron menos fuertes. El caso argentino es tal vez el más extremo: la división entre peronistas y antiperonistas, y antes entre radicales y opositores, no solo se inscribió en una representación particularmente dicotómica del país desde mediados del siglo XIX (Svampa, 1994), sino que cada uno de estos movimientos estuvo animado por representaciones unanimistas y altamente polarizadoras de la sociedad. Los radicales se concibieron, sin más, como la expresión auténtica de la Constitución; los peronistas interpretaron el conflicto social desde la oposición Pueblo/Anti-Pueblo. Sin embargo, aunque esta experiencia fue extrema, no fue el único caso. Fuertes polarizaciones (e intolerancias) ideológicas también se dieron en muchos otros países (piénsese entre otros en la violencia de la oposición entre liberales y conservadores en Colombia o en el anti-aprismo en el Perú). Estos aspectos fueron cíclicamente agudizados por diversos golpes de Estado, hasta llegar al paroxismo de las dictaduras de la década de 1970.
En breve y en simple, el siglo XX fue el teatro de muy sólidas y largas polarizaciones ideológicas.
De la breve ilusión de las aguas calmas a las nuevas polarizaciones políticas
El corte no fue abrupto, pero desde fines del siglo XX se asistió, en el lapso de unas décadas, por un lado, a una nueva gran versión del fin de las ideologías y, por otro, a una renovación de las formas de la polarización política.
[1] Para comprender la ilusión de una cierta calma ideológica hay que remontarse a las tres primeras décadas tras la Segunda Guerra Mundial, marcadas, a pesar del vigor de la Guerra Fría, por ciertos consensos en torno a los modelos de desarrollo: el keynesianismo y el fordismo se impusieron en los países occidentales, como lo hizo, a su manera, el modelo de sustitución de importaciones en América Latina. Este consenso factual fue, empero, oscurecido por la fuerza, históricamente inusitada, de los conflictos socioculturales o valóricos que surgieron en la década de 1960 y que, desde entonces, no han decrecido en intensidad (feminismo, estudiantes, minorías étnicas o genéricas, ecología, etc.).
Tanto o más importante, como contra-tendencia a la polarización, fue la evolución de la URSS, primero bajo el mandato de Brézhnev (y la distensión ideológica de facto que impuso en la Guerra Fría), luego con Gorbachov así como, también, la evolución del Partido Comunista Chino desde las reformas de Teng Siao Ping. Estas transformaciones coincidieron, en Occidente y en América Latina, con el progresivo ingreso en la denominada era neoliberal. La crisis, y en varios países la desaparición de los Partidos Comunistas, la adaptación de los partidos de izquierda a las nuevas exigencias económicas impuestas por el Consenso Neoliberal (visible en el giro social-liberal -la Tercera Vía- de varios partidos socialistas en Europa), parecieron dar forma a un nuevo período de fin de las ideologías. Si los nombres fueron distintos (por ejemplo, el fin de la historia), el fenómeno aludido fue similar. En este contexto, no es irrelevante que a inicios de 1990 una de las más importantes redefiniciones del conflicto se haya dada a nivel geopolítico (y no dentro de las fronteras nacionales) en torno al choque de las civilizaciones (Huntington, 2005).
Si es cierto que rara vez se lo teorizó en estos términos, también lo es que, retrospectivamente, puede decirse que estas décadas (las que groseramente pueden extenderse entre 1980 y 2010) estuvieron marcadas por importantes consensos hegemónicos. En el ámbito económico, el neoliberalismo (a veces) y el capitalismo (casi siempre) se convirtieron en el régimen insuperable de la época. En el ámbito sociocultural, no sin resistencias, el liberalismo cultural se impuso en los hechos en muchas sociedades, llevando a un mejor y progresivo reconocimiento de los derechos de las minorías, pero también a la obtención de derechos que muchos actores juzgaron como inequívocamente progresistas. Incluso enfrentando resistencias, el neoliberalismo económico y el liberalismo cultural signaron la hegemonía dominante del período. El conflicto ideológico, en sus grandes manifestaciones mainstream, pareció ser un asunto de grado y ya no de naturaleza.
[2] Es teniendo en cuenta este telón de fondo como deben leerse algunas interpretaciones recientes acerca de la polarización. Sin pretender exhaustividad presentemos rápidamente algunas de ellas.
Según un primer conjunto de análisis estaríamos asistiendo a una nueva y peligrosa polarización ideológica que cuestiona los principios de tolerancia sobre los que se asentó tradicionalmente la democracia en Occidente. Ésta es de alguna manera la tesis defendida en el libro de Levitsky y Ziblatt (2018) Cómo mueren las democracias, en donde los autores, después de recordar que la polarización es consustancial e incluso positiva en la democracia, indican un umbral de riesgo a partir del cual la polarización se vuelve contra-productiva, cuando los partidos se asimilan a concepciones del mundo incompatibles (Levitsky y Ziblatt, 2018: 137), un desliz que llevaría, a medida que las rivalidades priman sobre la tolerancia, a poner en peligro a la democracia.
En un primer nivel de análisis, estas actitudes pueden ser puestas al activo de los movimientos denominados populistas y sobre todo al de los movimientos nativistas autoritarios, los que, incluso si participan en las elecciones, cuestionan sus presupuestos mínimos de convivencia:
La afirmación es por decir lo menos, discutible. En vista de la rápida historia de la democracia que hemos evocado en el apartado anterior (y que los autores citados conocen muy bien) sostener una mayor incompatibilidad entre concepciones del mundo en las sociedades contemporáneas que en el pasado está lejos de ser evidente. En el caso de América Latina, es cierto, desde inicios del siglo XXI se dio una fuerte polarización entre regímenes denominados progresistas y neoliberales o conservadores, y dentro de muchos países la polarización entre partidarios y opositores de los gobiernos de turno (en Venezuela, Bolivia, Argentina) fue muy acentuada. Pero, por un lado, estas polarizaciones no se limitaron a0 concepciones del mundo incompatibles (a pesar de lo agudo de estas polarizaciones, éstas no se asentaron en visiones radicalmente opuestas), y por el otro lado, tampoco es seguro que hayan sido más álgidas que en el pasado.
Por eso, tal vez con mayores visos de plausibilidad, algunos sostienen que el origen de la polarización actual se encuentra en el desconocimiento de la voluntad electoral por parte de muchos gobiernos que han tendido en las últimas décadas a no respetar el resultado de las urnas. Como lo expresa Cas Muddle, el populismo actual sería una respuesta democrática no liberal a décadas de políticas liberales antidemocráticas (citado en Spitz, 2019: 80). Esta reacción no liberal (visible en lo que a veces se denominan los regímenes iliberales) sería una respuesta popular a los excesos de un liberalismo económico y cultural individualista. Pero ¿es tan cierto que los derechos individuales crecieron al punto de cuestionar la soberanía colectiva? En realidad, lo que se dio fue más bien una reducción del espacio de lo político y de la decisión colectiva por la acción del capital, la consolidación de políticas públicas orientadas esencialmente a preservar el buen juego del mercado y la competencia (el ordoliberalismo muy activo en la UE) y la consolidación de la idea central del Consumidor soberano, como lo denomina Niklas Olsen (2019) en detrimento del Ciudadano Soberano.
Todos estos cambios son importantes, pero no dan cuenta explícitamente ni de la talla ni de la naturaleza de la polarización en curso. Ciertamente, es posible que esto haya engendrado rabias o resentimientos en una parte del electorado, oponiendo a los anywhere a los somewhere, las élites y el pueblo (Guilluy, 2014, Goodhart, 2019), dando forma a distintas manifestaciones de lo que se denomina el populismo, pero la polarización a la que se asiste es, como lo veremos en la segunda parte, más generalizada y en verdad de otra índole.
Por último, aunque en apariencia más acotada en los hechos, algunos politólogos también observan una acentuación de las polarizaciones partidarias dentro de muchos congresos nacionales. Recordemos que como mecanismo institucional las elecciones no solo representaban la división social, sino que también participaban en la formación de los consensos. Curiosamente, la fuerza de los clivajes ideológicos durante buena parte del siglo XX habría obstruido menos la producción de los consensos que lo que se observa en un período más reciente.
El obstruccionismo parlamentario con respecto a las decisiones del ejecutivo -que no es en absoluto una novedad- toma, en efecto, expresiones vigorosas y frecuentes. En realidad, en este punto, las experiencias nacionales son muy distintas y la generalización a partir del solo caso estadounidense (lo que cierta politología mainstream tiende a hacer) es discutible. Pero para el caso de este país, los hechos van en efecto en esta dirección: la tradicional práctica de compromisos entre representantes de los dos grandes partidos en el Congreso ha dado lugar desde inicios del siglo XXI (e incluso ya bajo la administración Clinton) a una muy fuerte polarización obstruccionista. En esta evolución, el principal responsable, al menos en su inicio, fue el Partido Republicano. Sin embargo, este obstruccionismo parlamentario debe ser matizado y puesto en relación con otras experiencias nacionales como, por ejemplo, el caso alemán y las grandes coaliciones partidarias que ha conocido este país en las últimas décadas.
Notemos desde ya, aunque regresaremos sobre esto, que este obstruccionismo parlamentario se produce en medio de situaciones en las que muchas veces las identificaciones partidarias positivas tienden a decrecer entre muchos electores. Aunque en apariencia paradójico, se trata de un mecanismo plausible de polarización. Bien analizadas las cosas, es la creciente debilidad de las identidades partidarias la que da cuenta de la polarización. Como la sociología del conflicto lo ha mostrado tantas veces, la oposición a un grupo externo permite federar un grupo evacuando la realidad de sus divisiones internas y produciendo/reforzando su identidad. En términos simples: en oposición a la primera interpretación que hemos evocado, la polarización contemporánea no estaría producida por el antagonismo entre distintas concepciones del mundo, sino que, al contrario, sería la debilidad de las identidades e ideologías políticas lo que lleva a la necesaria polarización partidaria. En el contexto de América Latina, el caso peruano es tal vez una de las mejores expresiones de esta tesis (Meléndez, 2019).
Estas tres interpretaciones, a las que se podrían añadir otras, poseen, a pesar de sus diferencias, algo común: todas ellas continúan estableciendo el origen de la polarización a nivel del sistema político. Desde este marco compartido de interpretación, y en la medida en que parten de esta premisa, cada una de ellas se ve obligada a proponer interpretaciones diferentes, más o menos ad hoc, para dar cuenta de la diversidad de los procesos de polarización política en el mundo contemporáneo.
En resumen, la polarización ideológica no ha desaparecido en las sociedades actuales, pero esta permanencia e incluso renovación se da en el marco de sociedades en las que, como tantos estudios lo muestran, muchos individuos expresan una profunda desafección hacia el sistema político. Si la polarización ideológica describe por eso, sin duda, muchas conductas actuales, es legítimo preguntarse por otros orígenes y manifestaciones de la polarización. Es lo que haremos en el apartado siguiente.
La era de las
convicciones y sus polarizaciones
¿Dónde está la novedad? En el desplazamiento del origen y la naturaleza de la polarización en las sociedades contemporáneas. Ésta no es más esencialmente de índole ideológica. Las polarizaciones se vuelven, sobre todo, un asunto de convicciones personales, una actitud que desde nuevas bases y más allá de las ideologías cierra la posibilidad de muchas conversaciones.
La afectividad implicativa: una nueva experiencia de la vida social
La polarización contemporánea es distinta de la polarización ideológica de las décadas precedentes. Para comprenderlo, el eje del análisis tiene que ser invertido: es la experiencia de la vida social la que comanda las expresiones de la polarización política y no a la inversa.
Polarizaciones sociales y culturales, independientemente de lo político, existieron por supuesto en el pasado (baste recordar la potencia de tantas querellas culturales entre antiguos o modernos) y ellas siguen existiendo en la actualidad en torno, por ejemplo, a identidades deportivas o barras bravas. Pero estas continuidades no deben llevar a desconocer lo nuevo: por razones estructurales los individuos se sienten concernidos de una manera inédita por lo que acaece en la sociedad, en su sociedad. Este sentimiento tuvo antecedentes y ya fue activamente incentivado por el nacionalismo, pero su expresión actual es distinta, menos institucionalizada y más experiencial. Los individuos tienen la más clara conciencia de formar parte, en verdad de estar “presos” en un colectivo. Lo quieran o no, saben que serán afectados por lo que en éste se produce. Se trata de una experiencia multiforme que en las últimas décadas ha sido denominada, incluso de manera sesgada, a través de varios términos: vulnerabilidad, sufrimiento, compasión, etc., expresiones que se volvieron cada vez más importantes a medida que la cuestión social fue abordada a través de nociones como reconocimiento, menosprecio, care, solicitud.
Se asiste a una nueva experiencia estructural de la vida social en torno a una afectividad implicativa (Martuccelli, 2017), la que resulta de la profunda toma de conciencia de todo lo que la vida personal le debe a la sociedad en su conjunto; al hecho de que las sociedades modernas son sociedades de fuerte movilización generalizada en todos los ámbitos de la vida social, incluidos los ámbitos más íntimos de la existencia. Todo ello acentúa una muy fuerte e inédita imbricación entre el yo y la sociedad que da cuenta de la nueva función de las emociones. Por eso, la consolidación de la afectividad implicativa invita a repensar la vida en sociedad desde el pathos, el padecer, el sentir. Las personas se sienten afectadas, voluntaria o involuntariamente, por las cuestiones sociales.
En un primer nivel, es importante insistir en la novedad moderna, y no solo contemporánea, de esta experiencia. En efecto, se trata de un aspecto muy bien subrayado por los clásicos de la sociología desde fines del siglo XIX, el que, después de un cierto período de eclipse analítico, ha sido otra vez puesto en el tapete por los análisis sobre la globalización en donde se han destacado los costos emocionales de este proceso (Giddens, 1991, Bauman, 1999, Elliott y Lemert, 2006). Si estos análisis tuvieron el mérito de reabrir un tema que las ciencias sociales cerraron demasiado rápidamente en el siglo XX, desafortunadamente lo hicieron limitándolo a una serie de malestares puntuales. Lo que debe analizarse es de todo otro calibre: la generalización de una afectividad implicativa que, casi sin mediación, digamos “carnalmente”, nos conecta con los acontecimientos de la vida social.
Afectividad carnal: la fórmula describe una experiencia particular de interpenetración entre el individuo y la sociedad. El individuo sin necesariamente ser un actor en el sentido fuerte del término se siente expuesto y concernido por la vida social. En las ciencias sociales, la larga hegemonía del sujeto-actor ha minimizado durante mucho tiempo los aspectos propiamente experienciales y pasivos del individuo-que-siente. Frente a esto, se hace necesario proponer una interpretación más equilibrada en la que la apertura experiencial de los actores hacia el mundo sea mejor tomada en cuenta (Cruz Sánchez, 2013: 60-61).
La afectividad implicativa genera una relación altamente personalizada, vivida en primera persona, con los asuntos sociales. Todos los problemas sociales (desde la globalización al Estado, desde el empleo a cuestiones internacionales, desde las empresas hasta las identidades, desde la familia hasta lo privado, desde la nación hasta la ecología) se viven a través de una relación inmediata y personalizada entre experiencias subjetivas y estructuras sociales. Los eventos sociales se experimentan, así, en el sentido más fuerte del término, con una fuerte carga emocional. Se acentúa una forma altamente personalizada de participación afectiva en la vida social que no es del orden ni de la participación ni del compromiso aun cuando pueda por momentos tomar estas formas. Independientemente de toda acción, las personas se sienten involucradas porque se perciben y se reconocen afectadas en y por la vida social; se sienten “tocados” por la sociedad. Notemos que esta experiencia de implicación afectiva es tanto más intensa e inquietante cuanto que, a menudo, muchos individuos no se sienten parte de ningún proyecto colectivo.
En breve, la afectividad implicativa designa la experiencia ordinaria y contemporánea de ser afectado por la sociedad. Por supuesto, a cierto nivel existencial y antropológico, los actores no pueden no ser afectados por los otros y por el mundo. Sin embargo, y aquí está el cambio, este aspecto ha adquirido una dimensión histórica particular en la sociedad actual ya que los individuos, en el curso ordinario de sus vidas, son conmovidos por transformaciones que, más allá o fuera de su control, los afectan en profundidad (¿quién y cuándo votó por internet?). La intensidad de la societalización de los individuos ha sido uno de los grandes cambios del siglo XX. Progresivamente en todos los ámbitos de la vida social se hizo explícita la experiencia de vivir en sociedad. Lo que en el pasado fue una experiencia más o menos excepcional de movilización o control (guerras, totalitarismo, la sociedad de masas) se ha convertido en una experiencia generalizada y ordinaria de la vida en sociedad. La visibilidad de la presencia de la sociedad en las vidas personales no cesa de acentuarse: en el ámbito sexual, reproducción, alimentación, consumo, etc.
Se trata de una dimensión fuertemente acentuada por las TIC (tecnologías de la información y la comunicación). La conexión ha cambiado nuestra experiencia de los colectivos: lo importante de ahora en adelante es estar efectiva y constantemente afectado por el mundo. Gracias a las TIC, y particularmente al teléfono celular conectado a internet, cada individuo tiene la experiencia, sin precedentes, de estar siempre conectado con los demás y, más generalmente, con la misma sociedad. El teléfono celular permite aprehender el Dios-sociedad de Durkheim. Esta experiencia es tan intensa que algunas personas incluso desarrollan un nuevo temor particular en caso de desconexión: sin acceso a una red digital, sienten que están fuera de la sociedad, que los eventos del mundo ya no los afectan (Jauréguiberry, 2014). Estas actitudes, menos anecdóticas de lo que parecen, reflejan un cambio importante en nuestra experiencia de la vida social bajo la consolidación de una expectativa constante de conexión. En este sentido, la conexión, sin abolir el tema de la exclusión (la inseguridad salarial, la pobreza, los derechos) transforma profundamente la cuestión de la inclusión. En la medida en que busca estar siempre conectado, el individuo adquiere una nueva experiencia de saturación por y en la vida social. Lo esencial: siempre se siente y se representa -y en mucho se desea- estando continuamente afectado por lo social. Las personas dejan así constantemente abiertos sus canales de comunicación, se orientan sistemáticamente en función de las demandas laborales, de las alertas informativas, de los requerimientos de otros, un conjunto de solicitudes a las que siempre son receptivos incluso en detrimento de quienes les rodean; una manera de experimentar una exposición constante a la sociedad (Couldry, 2012: 126-127). A lo anterior, también habría que añadirle el hecho que es cada vez más difícil ser inmune e insensible en sociedades en las que las imágenes, continuamente, nos confrontan con el sufrimiento a distancia (Boltanski, 1993) y en donde constantemente se nos solicita por nuestros gustos a través de una profusión de I like y smiles. A su manera, las redes sociales participan y refuerzan la polarización de las convicciones, tanto más que en ellas las expresiones de malestar se entremezclan con invectivas o ataques personalizados. En breve, la afectividad implicativa es la tonalidad general de una experiencia social histórica particular.
Lo social es personal
Volvamos con esta base interpretativa al tema de la polarización. Notemos, en primer lugar, que ésta se produce, como las encuestas en tanto países dan testimonio, en sociedades marcadas por una fuerte disociación o desafección entre el sistema político y los actores sociales. Sin embargo, a pesar de esta disociación, los individuos se sienten fuertemente concernidos por la vida social y son altamente sensibles a la defensa de sus convicciones.
En este contexto, se hace necesario ampliar una de las más famosas pautas de emancipación del siglo XX: no solamente lo personal es político, sino que cada vez más lo social es personal. La afectividad implicativa no desdibuja la frontera entre lo público y lo privado, entre lo personal y lo íntimo, sino que designa el hecho de que las cuestiones sociales se viven como asuntos personales.
Por supuesto, el carácter personal de los eventos se materializa de muy diferentes maneras. Pero se trata de un verdadero punto de inflexión: en este registro, las afirmaciones sobre la privatización de los individuos o las críticas al narcisismo contemporáneo se revelan particularmente incapaces de identificar el principal cambio en curso. En contra de estos diagnósticos, lo que llama la atención es la forma en que cada vez más distintos problemas sociales se perciben como asuntos personales -ya sea la ecología, el desempleo, la globalización, la nación, las identidades, la corrupción, el género, el matrimonio igualitario, el aborto, la inmigración, la eutanasia, etc-.
Esta situación invita a ampliar la fórmula canónica del feminismo (lo personal es político). Mediante esta fórmula, el feminismo extendió el campo de la política a la vida cotidiana, conceptualizándolo como un terreno asimétrico de las relaciones de poder entre mujeres y hombres (trabajo, tiempo libre, relación con el cuerpo), el que requería de nuevas formas de protesta. Un reconocimiento de la extensión de la dominación social que, sin embargo, en el fondo, siguió siendo prisionero del esquema tradicional de la emancipación en lazo con las luchas sociales. Un modelo que exige una fuerte articulación entre la acción colectiva extraordinaria y la experiencia individual ordinaria.
La afectividad implicativa opera en otra dirección. Las cuestiones sociales son percibidas como asuntos personales sin suscitar necesariamente participación en acciones colectivas.
Llegamos al corazón de la tensión específica de la afectividad implicativa contemporánea y de sus consecuencias a nivel de la polarización de las convicciones. Por un lado, el individuo siente cada vez más los colectivos de los que forma parte como una extensión de sí mismo, pero, por el otro, solo participa (cuando lo hace) en un número muy reducido de acciones colectivas. O sea, si siempre existe, en principio, la posibilidad de pasar desde esta experiencia de implicación afectiva hacia una explícita participación política, ésta es solo una posibilidad entre otras y está muy lejos de ser la más frecuente. En la mayoría de los casos, los individuos se limitan a una experiencia afectiva altamente personalizada sin paso por la acción colectiva. Si la afectividad implicativa da lugar a diversos sentimientos de indignación, humillación, presión, asfixia, rara vez o solo puntualmente (y casi exclusivamente en ciertos individuos) da lugar a compromisos políticos. Hay -siempre hubo- una secuencia “subterránea” en la sociedad. Pero hoy, esto es lo nuevo, esta escena enterrada es susceptible de aflorar rápidamente. Es lo que sucedió durante los mandatos de Obama en Estados Unidos: mientras se alababa el advenimiento oficial de un país post-racial, el odio racial tomó nuevas formas y canales de expresión que se hicieron patentes y públicos unos años después.
Ni la acción colectiva ni la participación política son los termómetros correctos de la afectividad implicativa. Incluso cuando nada se “mueve” en la superficie, un torrente de sentimientos se suscita subrepticiamente y fluye en silencio. La procesión va por otro lado. No es necesario comprometerse para sentirse fuertemente afectado o involucrado en la vida social. La afectividad no solo precede al compromiso y la participación, sino que también puede prescindir en gran medida de ellos. El grado y la intensidad de la afectividad puede incluso ser inversamente proporcional a la participación. Cuanto menos participa, más un individuo se puede sentir afectado, incluso contra su voluntad, por un colectivo. No se trata, por supuesto, de oponer la afectividad al compromiso. La afectividad también puede traducirse en compromiso. Pero en muchos casos y para muchas personas esto no se produce. Las dos nociones describen realidades diferentes. En el caso del compromiso y la participación, la cuestión es comprender cómo y por qué alguien pasa de la defensa de sus intereses personales a la toma en consideración del interés colectivo, lo que requiere de un lenguaje, de repertorios de acción, de arenas institucionalizadas particulares. En el caso de la afectividad, al contrario, la cuestión central es comprender la fuerte experiencia de involucración en la vida social que se esconde detrás de una relación pasiva con la política y la acción colectiva.
La importancia de la afectividad, e incluso su creciente centralidad en la sociedad actual, ha sido minimizada de manera constante por el pensamiento político y sociológico debido a la división entre la vida pública y privada y la obsesión por la cuestión del indispensable tránsito a la política. Como resultado, los sentimientos ordinarios de afectividad implicativa, pero también muchos discursos ocultos de tantos actores sociales (Scott, 1990), han recibido escasa atención. Nada lo testimonia mejor que la triada de Hirschman (1970): exit, voice, loyalty. En este análisis, a diferencia de las nociones de exit o voice, la lealtad se revela particularmente poco explorada e incapaz de dar cuenta de la complejidad de los afectos que los individuos tienen en la vida social ordinaria. Detrás de la aparente “lealtad” se esconde una profusión de sentimientos de frustración, apatía, amargura, resentimiento, etc. (o sea, un conjunto de muy diversas formas de implicación afectiva). En el mismo sentido, la idea de la existencia de ciclos de acción colectiva, de la sucesión de una fase de politización y movilización en la década de 1960 y de un período de despolitización y retiro en la vida cotidiana veinte años después (Hirschman, 1983), tampoco hace justicia a lo que se dio más o menos subterránea y transversalmente durante este período del lado de la afectividad. Es posible formular la hipótesis que durante todo este período, y paralelamente a lo que era visible a nivel de la protesta social, los individuos experimentaron un continuo aumento, por razones estructurales, de la intensidad de su afectividad implicativa en la vida social.
El yo, la sociedad y los otros
Resultado de lo discutido hasta aquí: se establece una nueva dinámica entre el yo y el nosotros. De ahora en adelante se trata de testimoniar en primera persona de las razones de la implicación en la vida social (Cardon y Granjon, 2006). Ahí donde, ayer, el trabajo militante exigía desprenderse de las emociones y experiencias personales para proponer una visión en nombre del interés general (algo indispensable para des-singularizar los problemas personales y construirlos como un problema colectivo, cf. Boltanski, Darré y Schiltz, 1984), hoy en día se hace cada vez más necesario dar cuenta en términos personales de nuestros compromisos públicos. Lo esencial no reside en la subsunción del Yo al Nosotros, sino en una experiencia de la vida colectiva que se enuncia en primera persona. No solo es cuestión de conmoverse por lo que sucede a otras personas, sino de sentir personalmente los avatares de su colectivo. Más allá de todo reclamo explícito, incluso de tipo identitario, los individuos se dicen concernidos porque se perciben como directa y personalmente afectados por la vida social.
Aquí está el epicentro de las polarizaciones contemporáneas. Hemos entrado en una era de experiencias altamente afectivas de la sociedad donde todo tiende a sentirse y juzgarse en primera persona. Esta transformación endurece la defensa de las creencias y convicciones personales, pero de manera diferente a como lo hizo -lo hace- la ideología.
En breve: se pasa de las opiniones ideológicamente estructuradas a las convicciones subjetivamente sentidas. Es desde las convicciones íntimas, o sea, desde lo que se presenta como perteneciendo a la propia sensibilidad, como se expresan cada vez más las tomas de posición. En muchas sociedades europeas esto es visible en los debates que suscita el velo islámico o la barba sin bigote en tanto que manifestación, por ejemplo, para unos, de una convicción religiosa, para otros, de una costumbre, para terceros, de un acto de hostilidad. En todos los casos siempre se trata de algo que se practica o rechaza en términos altamente personalizados. No es un ejemplo aislado. Un gran número de temas y prácticas sociales se impregnan de afectividad: la ropa, las gorras, la minifalda, los jeans, el color del cabello, la alimentación, el tabaquismo. En cada ocasión es cuestión de lo que cada uno es, de expresar una relación personal con una creencia, de expresar en el espacio público lo que se siente en tanto que expresión de una profunda e íntima convicción personalizada. Los límites entre la vida social y la vida personal no se borran, pero se imbrican de una manera inédita. Cómo no subrayar las pasiones crecientes que suscitan en las sociedades actuales las discusiones sobre los alimentos en nombre de la salud, la belleza, la dieta, las alergias, la religión o la ecología. Son debates altamente apasionados, animados por diversas consideraciones morales o éticas, pero siempre en torno a convicciones que se perciben como personales (creencias religiosas, bio, vegetarianos, veganos, flexitarianos, gourmets, placer, salud, ecología). La polarización ordinaria y habitual que esto suscita estructura una sociedad en donde los clivajes, más allá de toda estricta polarización ideológica, signa una experiencia de la vida social marcada por una creciente personalización de los fenómenos sociales.
En muchos de estos debates, los individuos se ponen “furiosos” porque se sienten “heridos” en lo más profundo de sus convicciones personales. Progresivamente, una nueva expresión ingresa en el espacio público: ser herido. Los pechos desnudos de las militantes de Femen o simplemente los desnudos en la publicidad, las risas y el sarcasmo (que algunos creyentes interpretan como blasfemias), la supuesta entrada del enfoque de género en los libros de texto escolares, el Orgullo Gay, el velo islámico y aún más el burka integral, el consumo de carne o el maltrato animal, la condescendencia de las élites hacia la gente común, la intensidad de las polémicas sobre los derechos, la vida o la muerte (el aborto, la eutanasia, la procreación subrogada, etc.): todo se carga de pasiones personalizadas. Lo que decide un colectivo o hace otro individuo es padecido como una agresión personalizada a las propias convicciones.
Notemos la profundidad del cambio. La era de las convicciones personales desafía incluso el tradicional esquema progresista: la idea de un tránsito necesario, en nombre del progreso de la libertad, hacia nuevos derechos individuales es cuestionado por los conservadores en nombre de propias e íntimas convicciones.
Nada de sorprendente: a medida que los fenómenos sociales se perciben cada vez más como cuestiones personales, se generalizan las irritaciones ordinarias. El arte contemporáneo ha entrevisto esta dimensión mucho mejor que las ciencias sociales, ya sea en la novela francesa actual (Barrère y Martuccelli, 2009) o en el cine latinoamericano (imposible no evocar Relatos Salvajes). A lo que se asiste es a una desregulación y a una multiplicación de enfrentamientos silenciosos entre personas basados en antipatías más o menos inmediatas o en rivalidades emotivas y sin propósito estratégico. En este universo, a veces, la polarización ideológica sólo es la punta del iceberg y no aprehende ya, necesariamente, lo que es lo más significativo en este conjunto de experiencias de polarización personalizadas. Si los conflictos sociales, como lo comprendió Marx, exigen transitar de una oposición entre personas a un antagonismo contra la lógica de un sistema, en la era de las convicciones y de la afectividad implicativa los conflictos tienen mayor dificultad en despersonalizarse. Ellos se impregnan, al contrario, de una poderosa capa de afectos personales.
La diferencia entre las radicalizaciones ideológicas y las irritaciones interactivas es mayúscula. Las primeras requieren de una organización y de una ideología (Khosrokhavar, 2014), mientras que las segundas son silenciosas y más o menos solitarias. El fastidio sentido y acumulado durante mucho tiempo puede a veces engendrar explosiones más o menos esporádicas de cólera o de rabia (un script frecuente en tantos productos actuales de la industria cultural en donde un ciudadano ordinario pierde los estribos), pero estas conductas son ajenas a todo proceso de polarización ideológico en el sentido preciso del término.
Evoquemos otra ilustración, también muy alejada de la cuestión de la polarización ideológica, para describir el movimiento subyacente al que asistimos. Hace apenas 25 años los cigarrillos y el humo estaban en todas partes. No molestaban a “nadie” y, si lo hacían, las personas tenían que acomodarse más o menos en silencio. Desde entonces, a través de una batalla plural de imágenes-shock, campañas de salud pública y, lo más importante, a través del argumento del tabaquismo pasivo, los cigarrillos y el humo han visto disminuir sus espacios. A medida que el espacio para fumadores se encogía, el humo se volvió cada vez más incómodo. Entendamos bien lo que este ejemplo banal ilustra sobre nuestra vida colectiva. Desde siempre las representaciones han moldeado las percepciones. Lo nuevo es la creciente intolerancia hacia las irritaciones, a los daños o desagrados que los otros nos pueden causar y el rechazo de todo esto en nombre de convicciones personales.
Repensar las polarizaciones políticas
Si la afectividad implicativa amplía el espectro de las polarizaciones en dirección de las convicciones, también tiene importantes consecuencias en las polarizaciones ideológicas propiamente dichas.
Progresivamente, sin que se le haya otorgado la atención que merece, el voto, por ejemplo, deja de ser la expresión política institucionalizada de una opinión y se convierte en algo más, en verdad en otra cosa, a saber, en un asunto íntimo para muchos ciudadanos. A primera vista, es tentador pensar que esto no es en sí mismo una novedad, a fin de cuenta el voto siempre tuvo una inequívoca dimensión identitaria. Sin embargo, ya no se trata solamente de una mera identificación con un programa o con un líder sino del sentimiento de que el voto expresa la personalidad de un individuo, sus auténticas convicciones, y, a través de ellas, su intimidad. Adolescentes (Dubet y Martuccelli, 1998) o adultos (Muxel, 2014), todos otorgan una importancia y un halo de intimidad nuevo a sus convicciones y a sus expresiones electorales. En el momento de votar y decidir su voto, los individuos otorgan cada vez más atención a sus intuiciones, a sus experiencias, a lo que saben porque lo han vivido. Se asiste así a un proceso de valorización altamente personal de las opiniones propias.
Entendámoslo bien: el voto permitió, y todavía permite, manifestar un interés, una adhesión o una creencia, pero también una frustración, una exasperación, una amargura, una desilusión. O sea, el voto siempre ha jugado un papel expresivo e identitario, más allá de su estricto papel funcional en la selección de los equipos de gobierno. Es en el marco de esta innegable continuidad cómo debe entenderse la tendencia a vivir la votación y su resultado, en primera persona. Si, como lo señala Yves Déloye (2003: 92), votar es admitir la transformación de una convicción personal en una opinión sin voz, cada vez más es la impersonalidad del voto lo que cuestionan muchos votantes. La cuestión ya no es más decidir si el voto debe o no ser obligatorio, si debe o no hacerse público o ser secreto, de lo que se trata es del significado personal, incluso íntimo, que los individuos otorgan a sus expresiones electorales (Martuccelli, 2017).
Esta nueva dimensión de la intimidad política da cuenta del hecho que muchos electores sientan vergüenza frente a ciertos resultados electorales que perciben como adversos -un rubor en primera persona por un voto colectivo-. Individuos pertenecientes a diversos colectivos han experimentado esta vergüenza dando lugar, por ejemplo, a movimientos tan distintos como No en mi nombre de ciudadanos musulmanes británicos para disociarse de los crímenes del denominado Estado Islámico en 2014; ciudadanos estadounidenses durante la Guerra de Vietnam (No somos una nación de asesinos) o electores franceses que, tras la calificación del candidato de la extrema derecha a la segunda vuelta electoral en el 2002, salieron a las calles detrás de las pancartas Tengo vergüenza de ser francés. En cada caso, los individuos expresaron sentimientos morales altamente personalizados y en primera persona -la vergüenza- con sus colectivos.
La percepción de las opiniones políticas como convicciones íntimas y personales dificulta la formación de los consensos y envalentona la desobediencia. No es en absoluto anecdótico. En principio, la participación electoral trae aparejada la obligación que el ciudadano votante reconozca como propias las decisiones del colectivo en el cual participa. Ciertamente, en las democracias siempre se conservó el derecho de impugnar una decisión (Pettit, 2004: 245; Rosanvallon, 2006). Sin embargo, cuando un colectivo (vía sus representantes) votaba una ley, los ciudadanos se veían obligados a someterse a esa ley y aceptar la decisión a riesgo de ser designados como malos perdedores (Luhmann, 2001: 114).
Esto es justamente lo que tiende a expandirse en la actualidad: las actitudes de mal perdedor. La tentación o bien de rehacer las elecciones o bien de desobedecer al resultado de las elecciones se acentúa. La expansión de los fenómenos de desobediencia civil es también una buena ilustración de esto (Ogien y Laugier, 2011). Las acciones de rechazo aumentan frente a las reglas o las leyes promulgadas por un poder legítimo en la medida en que las decisiones son juzgadas como injustas o inicuas por ciertos individuos en función de sus intimas convicciones, en nombre de las cuales se permiten desobedecerlas. Esta experiencia de los colectivos también da cuenta del desconocimiento de la voluntad electoral por parte de muchos gobiernos democráticos en las últimas décadas así como de la dificultad a la hora de producir consensos postelectorales.
El núcleo del problema está pues en que los individuos ya no aceptan que los colectivos hablen en su nombre. Por supuesto, es un problema consustancial a cualquier comunidad política. Todos los colectivos de los que los individuos forman parte hablan en nombre de ellos y, sobre todo, los comprometen en y por sus acciones. Sin embargo, sin menoscabo de lo anterior, en la era de las convicciones los individuos se sienten cada vez más personalmente autorizados a desobedecer o a rechazar legítimas decisiones colectivas. Si la legitimidad nunca se redujo a la legalidad, la tensión entre ambas tiende a agudizarse. Ciertamente, esto reenvía a la figura clásica de la desviación, de la revuelta y, por supuesto, de la disidencia. Pero lo que durante mucho tiempo fue una actitud militante más o menos rara o ejemplar (propia a ciertas minorías activas, cf. Moscovici, 1979), tiende progresivamente a generalizarse multiplicando las figuras ordinarias de la objeción de conciencia. Es incluso posible pensar que estamos frente a una nueva etapa del protestantismo moderno: el libre examen de conciencia ya no se limita solamente a los dogmas propuestos por las Iglesias, sino que también tiende a aplicarse progresivamente a las leyes y a los Estados. Un número cada vez más importante de ciudadanos se siente libre de deshacerse, bajo ciertas condiciones que ellos mismos definen en función de sus convicciones y examen de conciencia, de las reglas de los colectivos. En la medida en que juzgan que las organizaciones van en contra de sus más íntimas convicciones, se permiten conductas que consideran legítimas incluso si son contrarias a la legalidad en curso (algo visible en los temas ecológicos o en las libertades corporales). Es porque se sienten heridos en sus más íntimas convicciones que los individuos se permiten libertades con respecto a los colectivos.
En todos los casos, la defensa de la propia sensibilidad se vuelve central. Lo políticamente correcto es quizás la expresión más extrema y al mismo tiempo banal de este proceso. La ilustración es aquí también menos anecdótica de lo que parece. A su alero se transita de una sociedad moldeada por cuestiones de conveniencia social, cortesía, etiqueta (Sennett, 1979; Raynaud, 2013) a una sociedad marcada por la cuestión del respeto de la propia sensibilidad. La policía de las palabras desplaza a la vieja policía de las formas. La sensibilidad del otro, lo que es susceptible de lastimarlo o herirlo, se convierte en la nueva frontera de las interacciones sociales, lo que produce un repudio de las palabras, gestos o caricaturas ofensivas. En el universo de la afectividad implicativa, la sensibilidad ajena tiende a convertirse en el termómetro de un nuevo requisito de sociabilidad y en una nueva fuente de polarizaciones ordinarias.
Las polarizaciones ideológicas (¿es necesario precisarlo?) no han desaparecido en el mundo contemporáneo. Sin embargo, progresivamente se asiste al incremento de toda otra familia de polarizaciones en torno a las convicciones. La experiencia de la vida social está cada vez más marcada por una transformación de las afectividades que genera una profusión de fenómenos de polarización que toman distintas formas (vergüenza, antipatía, irritación, rechazo, creencias íntimas, molestias, acoso, presiones grupales, sofocación), independientemente de los grandes universos ideológicos.
A diferencia de los antiguos continentes ideológicos, estas polarizaciones ordinarias basadas en convicciones íntimas y personalizadas no siempre hacen sistema entre sí. La sociedad está cada vez más atravesada por polarizaciones que se producen entre individuos que no se identifican necesariamente con ideologías o que incluso cuando adhieren a ciertos universos ideológicos pueden tener muy pocos conocimientos de éstos (como muchos jóvenes adeptos al islamismo radical, cf. Khosrokhavar, 1997). Pero este desinterés o estas deficiencias ideológicas son ampliamente compensadas por convicciones íntimas en nombre de las cuales expresan su rechazo u oposición.
Con la expansión y profundización estructural de la afectividad implicativa en las sociedades contemporáneas, la manufactura de la polarización se desplaza desde el sistema político (sin abolirlo) hacia la vida social. La polarización ideológica es en la actualidad solamente una de las manifestaciones, entre otras, de la polarización en la vida social aun cuando el sistema político pueda ser aún, por momentos, uno de los grandes directores de orquesta de la polarización en la sociedad.
En la base de muchas polarizaciones actuales existe un universo social cada vez más agónico de convicciones personalizadas. Aquí reside en último análisis el vigor de las polarizaciones en las sociedades actuales. Lo que está fallando es la capacidad que tienen los individuos de ponerse en el lugar del otro; de adoptar lo que Adam Smith denominó el lugar del espectador imparcial. Para ello, es necesaria la simpatía como categoría moral, pero es sobre todo indispensable poder ponerse racional y afectivamente en el lugar del otro. En el pasado, las ideologías impidieron muchas veces este trabajo, pero también es cierto que otras veces las mismas ideologías, dada la racionalidad política que las animaba, lo permitieron a su manera. Este fue como lo hemos recordado en el inicio de este artículo el mundo de los clivajes ideológicos y el de los no menos frecuentes acuerdos partidarios. La situación actual es distinta. Las cuestiones sociales se viven como altamente personales. Y en este universo de afectividad implicativa y de convicciones íntimas, los rechazos son viscerales; las treguas, traiciones; la desobediencia, una posibilidad inextirpable. La creciente personalización de los asuntos sociales alimenta pasiones y tiende a polarizar y dividir de manera ordinaria, sobre nuevas bases, a las sociedades contemporáneas.
Referencias
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1. Este trabajo se benefició del apoyo financiero de la Iniciativa Científica Milenio del Ministerio de Economía, Fomento y Turismo de Chile adjudicado al Centro Núcleo Milenio Autoridad y Asimetrías de Poder. También fue apoyado por el proyecto Fondecyt N° 1.180.338 Problematizaciones del Individualismo en América del Sur.