¿Qué hacen los populistas?

¿Y cómo estudiarlo?

Carlos de la Torre

delatorre.carlos@latam.ufl.edu

University of Florida

Estados Unidos

Resumen

El objetivo de este artículo es discutir críticamente los alcances y problemas de las aproximaciones al populismo y proponer que en lugar de obsesionarnos en qué es el populismo, nos enfoquemos en qué hacen los populistas cuando cuestionan el poder de las élites y cuando llegan al poder. El trabajo además distingue entre populismos.

 

Palabras clave

Populismo, Élites, Poder.

 

 

 

Abstract

The object of this article is to critically discuss existing concepts of populism and to argue that instead of searching for the right definition, scholars should focus on what populists do when challenging power and in office. The paper also differentiates populisms.

 

Keywords:

Populism, Elites, Power. 

 

 

 

Introducción

En la primera publicación sobre populismo global, Ghita Ionescu y Ernest Gellner (1969) anotaron en el presente nadie duda la importancia del populismo, pero nadie está muy seguro de qué mismo es. Peter Wiles (1969) en el mismo volumen anotó, a cada quién con su definición de populismo, de acuerdo con su orientación académica. Por casi cincuenta años se han dado debates conceptuales. Cuatro aproximaciones son las más prominentes: los enfoques basados en teorías de la modernización y sociedad de masas, los trabajos sobre el populismo como una serie de ideas, una estrategia política, y una lógica política. Es interesante que pase a que los impulsores de estos conceptos sostengas que su aproximación es la mejor, quienes trabajan en el populismo combinan conceptos o desarrollan su definición propia. Pocos de los autores de tres compilaciones recientes sobre populismo a nivel global usan una sola definición (Heinisch y Mazzoleni 2017; Rovira Kaltwasser, Taggart, Ochoa Espejo y Ostiguy, 2017; de la Torre, 2019). El objetivo de este artículo es resumir los alcances y problemas de las aproximaciones al populismo y proponer que en lugar de obsesionarnos en qué es el populismo, nos irá mejor analizando qué hacen los populistas cuando cuestionan el poder de las élites y cuando llegan al poder. La primera sección resume lo que diferentes autores consideran que es el populismo. La segunda compara diferentes estrategias conceptuales. La siguiente sigue la sugerencia de Nadia Urbinati (2019) de enfocarnos en lo qué hacen los populistas.

 

 

 

Buscando

el concepto

adecuado

Los primeros trabajos sobre el populismo estuvieron fuertemente marcados por las experiencias traumáticas del fascismo. Talcott Parsons combinó la teoría de racionalización de Weber con la teoría de anomia de Durkheim y sostuvo: una generalización bien establecida en las ciencias sociales es que ni los individuos ni las sociedades pueden pasar por momentos de cambios estructurales profundos sin que se produzcan comportamientos irracionales. Sociólogos e historiadores usaron las teorías de la modernización y de la sociedad de masas para estudiar al populismo como una fase en la historia de la modernización. Gino Germani (1979) interpretó al peronismo como una forma autoritaria de incorporación de los excluidos a la comunidad política. Al igual que el fascismo, el peronismo se basó en el contacto personal y directo y en la identificación de las masas con el líder. Estos movimientos dieron la sensación de participación política en movimientos controlados por líderes autoritarios. La diferencia entre el fascismo y el populismo radica en sus bases de apoyo. La base del fascismo fueron las clases medias pauperizadas y la del peronismo la clase obrera de formación reciente y que por lo tanto no tenía experiencias sindicales y fue maniobrada por Perón.

Germani conceptualizó al populismo como una etapa en el proceso de transición de una sociedad tradicional, agraria y autocrática a una sociedad moderna, urbana, industrial y democrática. Argumentó que procesos de modernización rápidos y abruptos como la urbanización y la industrialización produjeron masas en estado de anomia. Sectores rurales que migraron a las ciudades no tuvieron experiencias sindicales ni la cultura política obrera, más bien trasladaron valores y costumbres rurales a contextos urbanos. Este choque entre formas de comportamiento rural que no ayudan a la integración en las ciudades y las fábricas los llevó a actuar de manera irracional y emocional apoyando a un caudillo autoritario.

El historiador Richard Hofstadter (1955) reinterpretó el populismo americano de finales del siglo 19 como un fenómeno incluyente y a la vez autoritario. Al igual que Germani entendió el populismo como una fase en la transición a la modernidad y cómo la expresión de un momento de crisis del capitalismo rural. La base de apoyo del Partido Populista fueron sectores con niveles bajos de educación, con poco acceso a la información, que se sintieron completamente marginados de los centros de poder y sujetos a la manipulación total de quienes lo detentaban. Este movimiento se basó en visiones maniqueas que atribuyeron atributos demoniacos a sus enemigos, en convicciones morales que transformaron al odio en una especie de credo político y en busca de restablecer una edad de oro perdida.

Las interpretaciones sobre el populismo de las teorías de la modernización tienen una serie de problemas empíricos y teóricos. Según estos autores el populismo es un fenómeno pasajero, transitorio y excepcional ligado a la crisis que provoca la transición a la modernidad. Resuelta la crisis se regresará a la política “normal”, esto es a la política no populista. Es así qué el populismo es visto como una fase que eventualmente desaparecerá. Sin embargo, el populismo se negó a desaparecer con la modernización y la democratización de la sociedad y en lugar se ser una fase pasajera ha sido una presencia constante. Los críticos de la teoría de la modernización han cuestionado los modelos binarios que dividieron a la política y a la acción colectiva entre lo normal y lo patológico. En estas construcciones el teórico prescribe normativamente lo que considera normal y relega lo supuestamente patológico a la condena moral o lo explica como una desviación de un patrón de desarrollo arbitrariamente construido como universal.

Las teorías de la sociedad de masas asociaron a los seguidores populistas con las emociones y la sin razón para satanizarlos. Condenar el populismo como una respuesta irracional de los más pobres, menos informado y más incultos no ayuda a comprenderlo. Para empezar, estos argumentos no se basan en la evidencia histórica. Se ha demostrado que la base social del peronismo, por ejemplo, no se redujo a los obreros recién llegados del campo sino que la clase obrera en su conjunto apoyó a Perón de manera racional por ser quien, como secretario del Trabajo, aumentó sus salarios, mejoró sus condiciones laborales y les dio acceso a la seguridad social. Los seguidores del Partido Populista, señalan los críticos de Hofstadter, no fueron irracionales y premodernos, sino que defendieron racionalmente sus intereses de clase (Postel 2016: 119). Además, la política, sea populista o no, se basa en pasiones y en argumentos racionales, en emociones y acciones estratégicas.

Las teorías de la modernización asumen que el populismo es un reflejo de procesos de cambios estructurales bruscos y profundos como la crisis de las sociedades agrarias, la industrialización y la urbanización. Sin embargo, el populismo y la política en general no se explican como un simple reflejo de fuerzas estructurales, lo que no significa que la política tenga una autonomía absoluta de los procesos económicos y sociales. Como se argumentará en este trabajo, lecturas político estratégicas y discursivas ofrecen mejores pistas para comprender por qué el populismo aparece en diferentes momentos históricos y no está únicamente ligado a momentos de crisis y transición entre diferentes modelos de acumulación.

Contradiciendo las predicciones de los teóricos de la modernización, el populismo resurgió en América Latina en los años 80 y 90 junto con el retorno a la democracia. Algunos, como Alberto Fujimori en Perú, vieron en el neoliberalismo la receta para solucionar la crisis económica y la hiperinflación, otros como Chávez se rebelaron en contra de las exclusiones del neoliberalismo. En los Estados Unidos se dieron varios movimientos populistas como el del exgobernador segregacionista y racista de Alabama George Wallace que corrió tres veces a la presidencia en los años sesenta y setenta. Luego surgieron Ross Perot en los años 90, el Tea Party en el 2010 y Donald Trump que ganó las elecciones del 2016.

Para explicar el resurgimiento del populismo, Kurt Weyland (2001) lo definió como una estrategia política para llegar o ejercer el poder en que líderes buscan el apoyo directo no mediado ni institucionalizado de un gran número de seguidores. El populismo no está necesariamente asociado a modelos de acumulación específicos, ni a una etapa en la modernización de la sociedad. El populismo puede favorecer políticas neoliberales o fortalecer el estado para promover políticas nacionalistas y redistributivas. A diferencia de otros movimientos políticos los populistas no están atados a ideologías pues su objetivo principal es llegar al poder y mantenerse en el gobierno. El líder populista es central en estas definiciones pues es quien articula las estrategias para llegar al poder y gobernar. Sin líderes, los populismos no son efectivos y quedan relegados a los márgenes del sistema político.

Las teorías del populismo como estrategia política se usaron para diferenciar tres olas populistas en América Latina. El populismo clásico de Juan Perón en Argentina, Getulio Vargas en Brasil y José María Velasco Ibarra en Ecuador. Esta ola populista duró desde los años treinta del siglo pasado hasta las rupturas de la democracia en los años setenta. El populismo regresó con las transiciones a la democracia y aceptó el neoliberalismo. Los casos paradigmáticos del populismo neoliberal fueron Albero Fujimori en Perú, Carlos Menem en Argentina, Fernando Collor de Mello en Brasil y Abdalá Bucaram en Ecuador. Con Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa y Néstor y Cristina Kichner se inauguró otra ola populista que esta vez se enfrentó al neoliberalismo y al imperialismo. Se usó el estado como el eje de políticas nacionalistas de desarrollo que buscaron reducir la pobreza y la inequidad.

Las teorías del populismo como estrategia política tienen la ventaja de no reducir el populismo a meros reflejos de procesos socioeconómicos y de estudiar los mecanismos que utilizan para llegar al poder y gobernar. Al basarse en los criterios normativos de la democracia liberal, estos autores pueden diferenciar entre inclusión populista y democracia y explicar cómo y por qué en condiciones de instituciones débiles el populismo decanta en autoritarismo. Sin embargo, los modelos liberales de democracia no siempre son los mejores para tomar en serio las críticas populistas a democracias con déficits de representación y de participación. Las críticas populistas a las democracias realmente existentes apuntan a una serie de fallos y déficits que deben corregirse con más democracia. El liberalismo no es un fin, es más bien un requisito para poder democratizar la sociedad. Sin garantías institucionales para el pluralismo y los derechos civiles es muy difícil que los movimientos sociales, por ejemplo, articulen sus propuestas. Sin una esfera pública plural es muy difícil cuestionar la dominación. Si bien la diagnosis populista está en lo cierto al señalar que las democracias realmente existentes remplazan la participación ciudadana por los dogmas de los tecnócratas y reducen a los ciudadanos a consumidores, sus soluciones atentan contra lo mismo que buscan: democracias más participativas y deliberativas. Si bien los populistas tienen una fe ciega en el poder constituyente del populismo para crear nuevos regímenes supuestamente más participativos, no consideran todos los riesgos de romper con todas las instituciones del poder constituido. Los liberales, en su recelo al autoritarismo populista, idealizan las instituciones del poder constituido.

Cas Mudde (2004) definió al populismo como una serie de ideas sobre la política, esto es, una ideología de núcleo poroso que considera que la sociedad está dividida en dos grupos homogéneos y antagónicos (el pueblo puro frente a la élite corrupta) y que sostiene que la política debería ser una expresión de la voluntad general del pueblo. Ya que el populismo es una ideología sin la fuerza de ideologías duras como el liberalismo o el socialismo siempre aparece junto a otras ideologías. Y, a diferencia de las teorías políticas que consideran que sin un líder no hay populismo, para estos autores el líder no es central en su definición del populismo.

La teoría de Mudde estudia la demanda y la oferta populista. Las demandas se enfocan en factores estructurales que influyen en las preferencias, actitudes y creencias de las masas: la liberalización de la economía europea, la crisis del estado benefactor, la desindustrialización y la inmigración musulmana, por ejemplo, han transformado los valores y creencias de los electores. Las explicaciones que se concentran en la demanda señalan que se ha dado un espacio para el populismo, pero no explican las condiciones para que se de este fenómeno. La oferta, por su parte, se enfoca en la agencia de los partidos y actores políticos. En contextos en que los partidos europeos migraron al centro desradicalizando sus demandas, los partidos populistas ofrecen alternativas: los de derecha, como el Frente Nacional, cuestionan la inmigración y la pérdida de soberanía nacional; los de izquierda, como PODEMOS, politizan las inequidades producidas por el neoliberalismo sin estigmatizar a los inmigrantes.

Quienes ven al populismo como ideología tienen una visión muy amplia de este concepto: una serie de ideas políticas. Al no tener textos fundacionales y un conjunto de ideas y preceptos aceptados por todos, el populismo es una ideología porosa y débil que necesariamente va junto a ideologías fuertes. Es así que incluyen en su definición a todos quienes ven la política como una lucha moral entre el pueblo y las élites asentándose en la noción de soberanía popular. El problema es que esta definición es demasiado amplia e incluye demasiados casos. Si el populismo fuera una ideología abarcaría a movimientos de protesta como los indignados, a políticos como el norteamericano Bernie Sanders (que contrapone el 99% contra el 1%, pero usó un partido político establecido) y a Chávez, que emergió en contra de la partidocracia. Además, se asume que el populismo es una categoría estática (se es populista o no) y se decide quién es populista midiendo sus ideas. Este empiricismo llevó a Kirk Hawkins a sostener que George W. Bush era un populista cuando este se refería en sus discursos a un enemigo externo muy diferente de los enemigos de Chávez, por ejemplo.

Las teorías ideológicas dicen no usar criterios normativos y aseguran que el populismo puede ser a la vez un riesgo y un correctivo para la democracia. Anotan que los populistas son antiliberales y que no respetan el pluralismo, pero que no son antidemocráticos. Estos autores deberían diferenciar los procesos de inclusión material, política y simbólica de la democracia. Sin libertades básicas y sin pluralismo las democracias devienen en autoritarismos. Además, una teoría del populismo necesita criterios normativos para diferenciar populismos y explicar por qué ciertos populismos son un riesgo o un correctivo para la democracia. Hay populismos como el de Trump y Rodrigo Duterte en las Filipinas que son autoritarios y que prometieron mano dura contra el crimen y restringir libertades y derechos. Es necesario tener una teoría normativa para analizar por qué Chávez o Correa, que prometieron democracias reales y verdaderamente participativas, empujaron democracias débiles y en crisis al autoritarismo.

Ernesto Laclau (2005) desarrolló una teoría formal del populismo. No es una ideología, política económica o expresión de una clase social: es una lógica que produce identidades populares, necesaria para dar fin a sistemas administrativos excluyentes y construir órdenes alternativos. Laclau distingue las lógicas de la diferencia y de la equivalencia. La primera supone que las demandas se satisfagan administrativamente de manera individual. Sin embargo, hay demandas que no se pueden resolver institucional o administrativamente y se agregan en cadenas de equivalencia. El populismo es una forma de articulación discursiva anti institucional, basada en la construcción de un enemigo y en una lógica de la equivalencia que puede llevar a la ruptura del sistema. El líder es central, pues se transforma en un significante vacío en el que se pueden proyectar diferentes propuestas y aspiraciones.

La ruptura populista fue para Laclau la alternativa a la negación de lo político por la administración. Sin embargo, al basarse en la teoría de lo político de Carl Schmitt su teoría puede justificar autoritarismos populistas. Si lo político se concibe como la lucha entre amigo y enemigo, es difícil imaginarse rivales con espacios institucionales o normativos legítimos. Los populistas desde Perón a Chávez manufacturaron enemigos en el sentido existencial que los caracterizó Schmitt, enemigos que tenían que ser contenidos. Perón por ejemplo dijo que cuando un adversario político se transforma en un enemigo de la nación, ya no son caballeros con los que uno debe luchar siguiendo las reglas, sino que serpientes a las que uno tiene que matar de cualquier manera (Finchelstein, 2013: 86).

Ejemplos recientes de rupturas populistas en América Latina fueron el chavismo, el correismo y el evismo que dieron fin al neoliberalismo y convocaron asambleas constituyentes para crear nuevas instituciones políticas. Otros líderes populistas, como los Kirchners o Tsipras en Grecia, no pudieron o quisieron llevar a rupturas populistas en el sentido que les da Laclau. La sociedad civil, instituciones políticas nacionales y aún supranacionales frenaron las rupturas populistas.

 

 

 

Estrategias

conceptuales

Los historiadores y científicos sociales interpretativos parten de la premisa de que el populismo es un fenómeno complejo que no puede ser reducido a un atributo principal o a una definición universal y genérica. Por lo tanto, usan estrategias conceptuales acumulativas o desarrollan tipos ideales. Jean Cohen (2019: 13-14) por ejemplo, enumera 10 criterios para identificar a un partido, movimiento o líder cómo populista.

 

 

Los positivistas argumentan que los conceptos acumulativos no permiten la acumulación del conocimiento. Argumentan que al enumerar atributos del populismo se ponen juntas características de partidos disimilares (Pappas, 2019: 29). Además, se sienten incómodos con gradaciones del populismo y proponen que más bien hay que diferenciar el populismo con lo que no es, con su opuesto. Su objetivo es producir definiciones genéricas que puedan viajar en el tiempo y en el espacio. Por esto definen cuál es el campo del populismo. Para Weyland es la política, entendida como luchas estratégicas por el poder. Takis Pappas (2019: 33-35) señala que el campo del populismo es la política democrática y define el populismo como iliberalismo democrático. Cas Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser (2012) argumentan que su dominio es la moral y que el populismo es una forma de política maniquea. Mientras que para Weyland y Pappas el líder es central en la definición de populismo, Mudde argumenta que el líder no es un rasgo definitorio y expande el campo de estudio a movimientos y actitudes ciudadanas.

El concepto de populismo se usa para referirse a una ideología vaga, a estrategias para llegar al poder y gobernar, a una lógica que construye identidades políticas populares. Se refiere simultáneamente a un tipo ideal o a un concepto mínimo. Debido a las profundas diferencias epistemológicas de quienes usan este concepto, regularmente aparecen voces que piden se abandone su uso y se “retire” del vocabulario de las ciencias sociales. El historiador Enzo Traverso (2019: 16) señala que el concepto de populismo es una cáscara vacía que puede ser rellenada con los contenidos más disparatados. Sin embargo, pese a sus declaraciones abolicionistas, usa este concepto cuando se refiere a Trump como un político populista (2019: 20).

En lugar de abandonar el concepto sugiero aceptar que el populismo es un concepto irreemplazable e inescapable de nuestro vocabulario sociopolítico. El populismo es un concepto básico usado en controversias políticas (Ritcher, 2005: 227). No tiene un sentido único e indisputable, sino una variedad de significados conceptuales en la que varios grupos luchan por hacer que su definición sea la que tiene autoridad y peso (Baehr, 2008: 12).

 

 

 

¿Qué hacen

los populistas?

Nadia Urbinati argumenta que en lugar de buscar la definición perfecta en la que nunca nos pondremos de acuerdo es más fructífero analizar qué hacen los populistas. Independientemente de cómo lo definamos, hay una serie de discursos, acciones y performances en las que vemos al populismo en acción.

 

 

 

Creando

y manufacturando enemigos

Los populistas no enfrentan a rivales políticos a los cuales pretenden convencer con argumentos: confrontan y manufacturan enemigos existenciales. Sin embargo, a diferencia de los fascistas, que buscan eliminar físicamente al enemigo, los populistas lo aniquilan simbólicamente como el otro peligroso. Cuando retan el poder de las élites, los enemigos son las élites políticas, económicas y culturales. Una vez en el poder, concentran su lucha en contra de enemigos particulares: los medios, el imperialismo, el estado profundo de Trump.

No todos luchan en contra del mismo enemigo. Los populistas de derecha en Europa y los Estados Unidos por lo general enfrentan a dos enemigos: élites cosmopolitas que están en el poder y dependientes de color que ocupan el lugar más bajo de la sociedad porque no tienen una ética del trabajo y viven de la beneficencia que les dan las élites. Por ejemplo, los enemigos de Donald Trump son las élites globalizantes y multiculturales y los dependientes de color que no trabajan y viven de la beneficencia que es pagada con los impuestos del verdadero pueblo trabajador. Muchas veces se usan argumentos racistas sobre el otro para satanizarlo como culturalmente inferior y diferente y que, por lo tanto, no podrá ni querrá asimilarse. El otro es visto como una plaga, un virus, una enfermedad que contaminará la pureza del pueblo. Su cultura, religión y costumbres no son sólo diferentes, sino que la antítesis de la cultura del grupo étnico dominante. Los populistas de derecha deshumanizan al otro politizando emociones de miedo a lo diferente y por lo tanto desconocido y peligroso. En Europa los inmigrantes musulmanes son vistos como agentes infecciosos (Traverso, 2019: 75), mientras que en lo EEUU los mejicanos ilegales, término que se aplica a las personas de origen latinoamericano, son el otro contrario a la verdadera americanidad.

Los enemigos de los populistas de izquierda, por otra parte, son las élites políticas y económicas, la casta, la oligarquía. Politizan la rabia provocada por las indignidades de las desigualdades estructurales del clasismo y el racismo. La rabia, la indignación y la envidia se usan para la movilización.

 

 

 

La lógica

y el liderazgo

populista

Los populistas no buscan empoderar a toda la población ni apelan a la voluntad popular o la voluntad de todos. Más bien buscan devolver el poder a una parte de la población, al verdadero pueblo humillado y destituido por las élites. El resto, o son parte de las élites, o no cuentan en estas visiones del pueblo, que son, por último, decididas por el líder. Cuando las exclusiones son étnicas, hay posibilidades de que el populismo se convierta en fascismo. Sin embargo, se podría argumentar que en condiciones de desigualdad estructural profundas no es tan grave excluir a los ricos, la oligarquía o al 1%. La experiencia histórica de los populismos redistributivos (que ampliaron la participación popular) demuestra que es el líder quien en última instancia decide quién es parte del pueblo. Cuando las organizaciones plebeyas tienen proyectos diferentes a los del líder son estigmatizadas como “manipuladas por el imperialismo y la derecha” y como “amenazas al proyecto nacional popular”.

Para que el populismo sea exitoso se necesita un líder. La representación populista se basa en la fe que tienen los seguidores en su líder. Éste tiene la misión de redimir a su pueblo, por lo que enfrenta enemigos poderosos. Quienes dudan de la bondad y sabiduría del salvador y redentor pueden ser caracterizados como enemigos del líder, del pueblo y de la patria.

 

 

 

Los populismos buscando el poder, en el poder

y como regímenes

Cuando los populismos retan el poder presentan sus facetas incluyentes y sus promesas democratizadoras. Politizan temas que eran vistos como técnicos (como las políticas neoliberales). Motivan que gente excluida o marginada de la política participe. Desafían modelos de democracia que limitan la democracia al voto y transforman a los ciudadanos en consumidores. Provocan un renacer de la política y fueron vividos históricamente como momentos excepcionales en los que el pueblo buscó reapropiarse del poder secuestrado por las oligarquías.

El análisis de sus prácticas en el gobierno es más sombrío. Si bien los populismos latinoamericanos desde Perón a Chávez incluyeron a los pobres y a los desposeídos, sus prácticas en el poder han sido autoritarias. Atentaron en contra del pluralismo, restringieron los derechos a la comunicación y a la asociación libre y trataron de manufacturar al pueblo a imagen y semejanza de como se lo imaginó el líder. Cuando surgen en contextos de instituciones sólidas, los populismos por lo general desfiguran la democracia transformando su complejidad en la lucha entre dos campos antagónicos. Si emergen en contextos de crisis de representatividad política y en sistemas políticos con institucionales frágiles, los populismos pueden llevar al autoritarismo de dos maneras. La primera es cerrando espacios institucionales a la oposición, que busca librarse de los populistas de cualquier manera, incluso con golpes de Estado. Cuando no provocan golpes, los ataques sistemáticos de los gobiernos populistas a la libertad de expresión, la tutela estatal de la sociedad civil, la clausura de espacios institucionales para la rendición de cuentas y el uso instrumental del sistema legal para castigar a los críticos provocan la muerte lenta de la democracia.

Si bien los populismos, por lo general, ya no terminan en golpes de Estado, una vez en el poder minan la democracia desde adentro. Levitsky y Loxton (2019) señalan que el populismo lleva a que democracias débiles decanten en regímenes competitivos autoritarios por tres razones. La primera es que los populistas son outsiders sin ninguna experiencia en la política parlamentaria del pacto y de los compromisos. La segunda: fueron electos con promesas de refundar todas las instituciones políticas y en específico el marco institucional de las democracias liberales. La tercera: los populistas se enfrentaron al Congreso, al Poder Judicial y a otras instituciones controladas por los partidos. Para ganar elecciones usaron fondos públicos, silenciaron a los medios críticos, usaron los medios estatales a su favor, en algunos casos intimidaron a sectores de la oposición, controlaron los organismos electorales, el poder judicial y las instituciones de control social y rendición de cuentas. Si bien el momento de votar fue libre, el proceso electoral descaradamente les favoreció y les dio ventajas, transformando a la democracia en regímenes legitimados en la lógica electoral, pero que no garantizan que las elecciones se den en canchas equilibradas y con instituciones imparciales.

Sin embargo, los populismos no siempre decantan en el autoritarismo competitivo. Las instituciones de la democracia también pueden limitar los impulsos autocráticos de los políticos. Por ejemplo, las Cortes de Justicia argentinas no permitieron la reelección de Cristina Kichner. Los sistemas parlamentarios en Europa han inducido a que los partidos entren en pactos, negocien sus propuestas y desradicalicen algunas de sus demandas. Por ejemplo, PODEMOS dejó de hablar sobre la necesidad de convocar a una asamblea constituyente y desde que entró a un gobierno de coalición con el PSOE devino un partido de izquierda normal. Sólo en contextos de crisis de representación profundos y cuando lograron mayorías absolutas pudieron los populistas atacar a sus enemigos y concentrar el poder. Cuando los populistas logran usar leyes para controlar la esfera pública, la sociedad civil y las universidades, se transforman en regímenes.

Los regímenes populistas se basan en la lógica electoral y democrática como la única fuente de legitimidad y simultáneamente en las ideas autocráticas del pueblo como uno y del “líder redentor”. La lógica populista transforma a los rivales en enemigos (en el sentido existencial en que los caracterizó Carl Schmitt) e imagina al pueblo como uno. Esto es, como un ente homogéneo que no tiene divisiones internas. La imagen del pueblo como uno, como argumentó Claude Lefort (1986), puede llevar al autoritarismo.

Lefort señaló que las revoluciones del siglo XVIII abrieron el espacio político-religioso ocupado por la figura del rey. En su libro Los Dos Cuerpos del Rey, Kantarowicz analizó cómo el rey, al igual que Dios, era omnipresente, porque constituía el cuerpo de la política sobre el que gobernaba. Igual que el hijo de Dios, que fue enviado para redimir el mundo, era hombre y Dios, tenía un cuerpo natural y divino, y ambos eran inseparables. La democracia, señala Lefort, transformó el espacio antes ocupado por el rey en un espacio vacío que los mortales sólo pueden ocupar temporalmente.

Las revoluciones del siglo XVIII, argumentó Lefort, a su vez generaron un principio que podía poner en peligro el espacio vacío de la democracia. La soberanía popular entendida como un sujeto encarnado en un grupo, un estrato o una persona podría clausurar el espacio vacío a través de la idea del Pueblo como Uno. El totalitarismo, argumenta Lefort, es un intento forzado de llenar y aun de saturar el espacio vacío de la democracia. Simbólicamente, se abandona la noción democrática del pueblo como heterogéneo, múltiple y en conflicto, donde el poder no pertenece a nadie, con la imagen del Pueblo como Uno, que niega que la división es constitutiva de la sociedad. La división, señala Lefort, se da entre el pueblo, que tiene una identidad, y una voluntad única y sus enemigos externos, que tienen que ser eliminados para mantener la salud del cuerpo del pueblo.

Lefort no analizó cómo y cuándo los proyectos totalitarios no devienen en regímenes de este tipo debido a la resistencia de las instituciones democráticas o de la sociedad civil. Tampoco consideró la posibilidad de que existan regímenes que no sean plenamente totalitarios o democráticos. Isidoro Cheresky (2015) utiliza la noción de poder semiencarnado para analizar los populismos. El poder se identifica en un proyecto o un principio encarnado en una persona que es casi (pero no totalmente) insustituible, pues la encarnación del proyecto puede desplazarse hacia otro líder debido a que las elecciones son el mecanismo que legitima el poder. El momento fundacional del populismo, como señala Enrique Peruzzotti (2013), fue y es ganar elecciones, consideradas como el único canal para expresar la voluntad popular. Los populistas clásicos lucharon en contra del fraude electoral y expandieron el número de electores. Los populistas refundadores latinoamericanos utilizaron elecciones para crear nuevos bloques hegemónicos y desplazar a los partidos políticos tradicionales. Gobernaron a través de campañas y elecciones permanentes. Las elecciones fueron representadas por los populistas de antaño o de ahora como momentos fundacionales en los que se juegan los destinos de sus naciones.

Los populismos utilizan tres estrategias para compaginar el precepto democrático de legitimar su poder ganando elecciones y el principio autoritario de asumir al pueblo-como-uno cuya voluntad política se encarna en un redentor. La primera es utilizar instrumentalmente las leyes y las instituciones de la democracia para crear canchas electorales desiguales. Si bien el momento electoral es limpio, las campañas descaradamente favorecen las coaliciones populistas que buscan perpetuarse en el poder. La segunda estrategia es utilizar el poder como una posesión personal del líder que distribuye recursos y favores con el objetivo de ganar votos. El poder se ejerce como una posesión del líder benefactor y se transforma a los ciudadanos en masas agradecidas. Quienes aceptan el liderazgo del Mesías Benefactor son premiados con su amor y con prebendas, quienes resisten o lo cuestionan son tachados de enemigos del líder, del pueblo y de la patria. La tercera estrategia es silenciar las voces críticas regulando la esfera pública y la sociedad civil con el objetivo de educar al pueblo en la verdad del líder. El populismo, anota Andrew Arato (2015) es una pedagogía que pretende extraer al pueblo auténtico, tal y como es imaginado por el líder, del pueblo realmente existente.

 

 

 

Diferenciando

populismos

Los populismos no son iguales. Los populismos de derecha, como el de Trump o Bolsonaro, no buscan profundizar o mejorar la democracia. Son nostálgicos y pretenden reconstruir un pasado imaginado como un momento de armonía y prosperidad. Los populistas de izquierda apuntan al futuro, prometen mejorar la democracia y construyen utopías. Los populismos se diferencian en torno a los ejes izquierda/derecha, a su politización de la economía política y sus construcciones del pueblo como etnos o plebes. También hay que distinguir entre populismos light y populismos fuertes. En las democracias de audiencia, los políticos se relacionan directamente con sus seguidores usando los medios y los expertos en comunicación mediática han remplazado a los militantes del partido. La política es cada vez más personalista y las lógicas de los medios y de la política están entrelazadas (Manin, 1997).

Sin embargo, y pese que ocasionalmente usen estrategias o retóricas populistas, no todos los políticos en las democracias de audiencia son populistas. Los líderes populistas tienen misiones redentoras. Debido a que su vocación es la liberación del pueblo, no se sienten atados por normativas e instituciones. Enfrentan enemigos y transforman a la política en luchas schmittianas entre la rendición y la opresión.

 

 

 

Conclusiones

Este artículo argumenta que en lugar de buscar el concepto preciso de populismo es mejor enfocarse en lo que hacen los populistas. No se encontrará un consenso sobre qué es el populismo porque los debates sobre el populismo son debates sobre la democracia. Académicos, políticos y periodistas disputan los sentidos del populismo y, sobre todo, qué efectos tiene este sobre la democracia. Para Laclau, el populismo de izquierda es la solución a la administración, la despolitización, la tecnocracia y a los populismos xenófobos de derecha. Para quienes se apoyan en visiones normativas de la democracia liberal, el populismo es un riesgo, pues decanta en autoritarismos. Si bien Laclau idealiza las rupturas populistas sin analizar cómo los populismos de izquierda decantaron en autoritarismos, los liberales idealizan las democracias realmente existentes.

Es necesario diferenciar las promesas de los populistas cuando retan a las élites de sus prácticas en el poder. Cuando los populistas logran cambios constitucionales e institucionales, someten a las cortes de justicia, quitan poder al parlamento, disminuyen el peso de las instituciones de rendición de cuentas crean regímenes populistas. Estos combinan la lógica democrática de asentar su legitimidad en las elecciones con la lógica autoritaria del pueblo como uno y del líder redentor.

Cuando Ionescu y Gellner editaron su volumen, el populismo estaba ausente de Europa. Al momento de escribir estas líneas, los populistas están en coaliciones o gobiernan en varios países europeos y en los Estados Unidos. El populismo está acá para quedarse. Hay que tomar en serio sus críticas al poder constituido, pero no aceptar sus soluciones pues las experiencias de los populismos exitosos, desde Perón hasta a Chávez y de Orbán a Trump, han llevado a procesos de retroceso democrático y en el caso de Venezuela, con Maduro, a un gobierno autocrático.

 

 

Referencias

bibliográficas

Arato, A. (2015). “Political Theology and Populism”, en Carlos de la Torre (ed.) The Promise and Perils of Populism. Lexington: Kentucky University Press.

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